“El catálogo era un cuaderno en cuarto encuadernado en piel de oveja, que él mismo había recopilado durante esos treinta años de residencia en Occimiano. Ese era su juguete, su pasión: días y noches enteras transcurridos en la biblioteca sacando manuscritos, incunables, libros en dieciseisavo, en octavo, en cuarto, en folio, recopilándolos, ordenándolos por género, épocas, autores o argumentos, leyendo escrupulosamente el frontispicio, la fecha de publicación, el lugar, el impresor de cada uno de ellos, tomando notas precisas de todo, hasta ordenar esos centenares de hojitas en un fichero, para luego destilar las informaciones en el gran cuaderno de piel de oveja, el catálogo. Era su juguete favorito y volvió a abrir los ojos, feliz como un niño, en cuanto percibió que lo posaban sobre la mesita de noche”.
Sardelli, Federico María. El caso Vivaldi
El presente artículo —que desde una perspectiva sociocultural se enmarca en una serie de indagaciones que se vienen llevando a cabo en torno al proceso de emergencia y consolidación de la figura del editor moderno— tiene por fin explorar algunas de las expresiones que la progresiva consolidación de ese oficio tuvo en el campo específico de la música. En particular, se busca analizar algunos aspectos decisivos con los que esta nueva profesión fue influyendo en los procesos de creación musical en un momento clave de la historia de la cultura occidental: el tránsito hacia la Modernidad. De un modo más concreto, este ensayo apunta a iluminar una posible asociación entre los procesos de exhumación, revisión, autenticación y en especial, catalogación de los que fueron objeto —entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX— las obras de varios compositores anteriores a fines del siglo XVIII, con aquella consolidación de la figura del editor. La intención es la de comprobar que la virtual ausencia o bien la aún débil presencia de esta figura a la hora de ser concebidos aquellos corpus de obras, impuso una práctica editorial con características bien distintivas y marcadamente diferentes a las llevadas adelante por los compositores de entrado el siglo XIX. Estas últimas estuvieron claramente mediadas —aunque de modos diferentes según los casos— por los editores, a esa altura sí, claramente consolidados como profesionales autónomos.
En función de lo anterior, se intentará identificar a aquellas prácticas editoriales que, por el hecho de haberse ejercido sobre corpus de obras ya concebidas y producidas —y hasta ese entonces muchas de ellas desconocidas—, corresponderían al concepto de edición post-factum. Esto con el fin de diferenciarla de una edición in-progress, producto de la co-presencia simultánea en el proceso creativo mismo del compositor de las variadas estrategias e intervenciones que puso en juego un editor moderno y consolidado en sus competencias específicas.
Finalmente, en todo momento se tendrá presente que este proceso de cambio en los actores y en las prácticas creativas —no solo musicales— solo puede comprenderse en el marco de una de las transformaciones más significativas de la Modernidad antes aludida: la de la constitución de una esfera pública. En dicha conformación —siguiendo lo postulado por el filósofo Jürgen Habermas— las acciones de intermediación de los editores cumplieron un rol decisivo para la formación de nuevos públicos y, particularmente en el campo de la música, para la emergencia de uno bien específico: el de los conciertos tal como lo conocemos hoy.
La edición como práctica de intermediación
Con su contundente, demoledora y siempre sabia ironía, fue tal vez Oscar Wilde quien mejor definió el rol del editor al sentenciar que “… no es más que un intermediario útil”. En esa apretada síntesis, el escritor irlandés dijo mucho sobre este oficio o profesión. Tal vez todo o, sin lugar a duda, lo más importante y decisivo. En efecto, es en la intermediación entre el creador y el receptor de la obra en donde la figura de la edición encuentra su definición más cabal.
Ahora bien, en el proceso de emergencia y consolidación de la figura de editor profesional tal como puede visualizarse hoy —poco antes de mediados del siglo XIX— aquella función de intermediación y los diferentes aspectos a ella asociados, resultaron clave en la definición del status del nuevo oficio. Una “actividad autónoma y un oficio particular” —en el decir de Chartier—, que “… no se confunde ya con el negocio del librero ni con el trabajo del impresor, aunque en esta época [el historiador está pensando en la Francia de la década de 1830] hay editores que poseen librerías y talleres tipográficos” (Chartier, 1999, p. 59). Es decir, es el proceso de progresiva autonomización del impresor y del librero lo que contribuye de modo decisivo a la visualización del editor como un profesional, a cargo ahora de una serie determinada de funciones. Así, este nuevo oficio reclamará para sí, entre otras tareas, la de gestionar la relación con los autores, la intervención sobre el proceso de concepción de la obra por parte del creador y, finalmente, aunque no menos importante, de la definición de las condiciones contractuales de producción y retribución económica de la misma en el marco de la por entonces cada vez más consolidada legislación sobre la propiedad intelectual. En síntesis y una vez más con Chartier (Ídem, pp. 64-65): “…en tanto coordinador de todas las posibles selecciones que llevan a un texto a convertirse en libro, y al libro en mercancía intelectual, y a esta mercancía intelectual en un objeto difundido, recibido y leído…”, la figura del editor termina asumiendo su más clara impronta y cometido: la de la intermediación entre el creador y el (o los) público(s).
En la misma línea —aunque examinando la encrucijada en la que se encuentra hoy la edición en tanto práctica intelectual— el editor y también teórico de la edición Michael Bhaskar, rescata esa idea de intermediación más allá de los formatos e incluso de lo que pase con el libro en un marco de indudable pérdida de su centralidad como fuente y transmisora de conocimiento e información. Así, haciendo foco en el contenido, el inglés postula una teoría de la edición en tanto que “teoría de la mediación, acerca de cómo y por qué los bienes culturales requieren una mediación”, para concluir: “Es la historia detrás de los medios más que una historia del medio en sí (libros o palabras en este caso), y desempeña un papel predominante para entender las comunicaciones” (Bhaskar, 2014, p. xxi).
El lugar de la mediación en la edición musical
Desde luego, la creación musical (aun con las especificidades de sus condiciones de producción) no estuvo ajena a los procesos anteriormente descritos, y es para la misma época antes consignada cuando también es posible ver el modo en que los editores —personas jurídicas, pero también empresas capitalistas— van tomando las formas de estos nuevos y modernos profesionales de la cultura. En otros lugares se ha abordado el modo en que estos procesos socioculturales y económicos quedaron plasmados de modo decisivo en la producción de algunos compositores (Barros, 2017, 2022 y 2023), en la consolidación y proyección de algunos géneros musicales y de nombres a ellos emblemáticamente asociados o, incluso, en las adecuaciones que algunos editores lograron imponer a estos de modo de ajustar esos géneros a las demandas y gustos de públicos específicos (Barros, 2020).
Más allá de la inmaterialidad propia del discurso musical, al igual que en las letras y en las artes visuales existe un texto (las notas escritas en hoja pentagramada) en el que el creador original (el compositor) deja plasmada sus ideas y aquel texto deviene un objeto material (la partitura) que, de la mano de la intermediación intelectual y comercial de los editores, se vuelve una pieza indispensable para cerrar el círculo de la práctica musical específica. Se hace referencia aquí a la de un intérprete que se sirve de esa partitura dando origen a una nueva y decisiva forma de la intermediación, esta vez entre el creador y los públicos de los conciertos. No por nada, en su conocido abordaje de la transformación de la esfera pública, Habermas (Habermas, 1994, p. 77) coloca a la práctica musical como un lugar de privilegio en el que constatar con claridad la proyección que aquella conformación tuvo. Afirma el filósofo alemán: “La transformación habida puede observarse aún más claramente en el público de conciertos que en el público lector o espectador; esa transformación no ha acarreado cambio en el público, sino que ha dado lugar al “público” mismo como tal”.
El caso de la producción de Beethoven y el lugar que en ella tuvo la intermediación de los editores resulta particularmente potente y a la vez podría ser postulada como axial para volver más comprensibles estos procesos y para la conclusión a la que este trabajo pretende llegar. En efecto, en buena medida, el vínculo del compositor de la Novena Sinfonía con sus editores o con lo que de modo primigenio podría denominarse como “figuras de la edición” —indisolublemente asociado al destino que tuvo la emergencia de los conciertos— puede ser postulado como un ejemplo de la transición entre un tiempo —el de los compositores “sin editores”, anterior al período que Chartier asigna para la emergencia del editor moderno— y el de la Modernidad. El caso de la alteración de la numeración de los primeros cuartetos de cuerda de Beethoven a pedido de uno de los más eximios intérpretes del momento —Ignaz Schuppanzig—, constituye un ejemplo notorio de aquella transición. El violinista propuso que el segundo de los cuartetos (el Cuarteto en Fa mayor) se ubique como portal de la colección (N° 1) por ser “…el más largo y más brillante de la serie” y por “…poseer una feliz vitalidad siendo además la tonalidad de fa, de alguna manera la más sencilla. En el mismo sentido se dirigieron las sugerencias para la obra que haría las veces de cierre de la colección, al invertir el orden entre el último y el anteúltimo” (Fundación Juan Marsch, 2003, citado por Barros, 2020). Los criterios esgrimidos por el intérprete para imponer estos cambios ilustran no solo la “…cercanía con el creador —entre violinista y compositor se fraguó también una cercana amistad— sino también su pretensión de convertirse en “intérprete” del gusto o de las expectativas predominantes de unas audiencias que se encontraban en pleno proceso de transformación por ese entonces” (Ídem). Aunque qua-intérprete, pero encarnando con claridad una de aquellas “figuras de la edición” y sobre todo por esa acción de intermediación, Schuppanzig dejaba en el umbral de su consagración formal en el ámbito de la música a la figura del editor moderno.
De allí en más, la consolidación de la figura del editor profesional va de la mano de la consolidación de la modernidad capitalista expresada de modo emblemático en el mundo de la creación artística en el surgimiento y consolidación de la legislación sobre la propiedad intelectual. Así, en el ámbito de la música veremos cada vez más la cercanía durante todo el siglo XIX entre el compositor y su editor, proceso en el que se destacan figuras y ámbitos geográficos tan distintos como el de Verdi y luego Puccini, con la dinastía italiana Ricordi; Brahms o Dvorak con el alemán Fritz Simrok. En cada uno de esos casos, los diferentes “formatos de relación” entre editores y músicos respondieron a aquellos procesos paulatinos, aunque irrefrenables, de transformación de las prácticas culturales producto del avance de la economía de mercado en el marco de los procesos de consolidación de los Estados capitalistas. Cuando se suscribe el Convenio de Berna de protección de las obras artísticas y literarias en 1886, la figura del editor estaba prácticamente consolidada y en el ámbito específico de la música hacia las primeras décadas del siglo XX era un hecho a todas luces.
La pasión por la catalogación y el espíritu del coleccionismo
Aceptada la proposición de que hacia las primeras décadas del siglo XIX se asiste a la aparición de la figura del editor en todos los ámbitos de la creación, incluido el de la música, resulta legítimo preguntarse: ¿cuáles fueron las prácticas de publicación de música que predominaron antes de aquel tránsito decisivo en el que la emergencia de una figura de gestión, tal como la conocemos hoy, no había emergido? ¿Cuál fue el status de la figura del compositor en el marco de procesos creativos dependientes de mecenas fundamentalmente identificados con las cortes? ¿Qué fue del destino de las obras de los compositores cuando la esfera pública —y con ella, los conciertos con público— no existían? ¿Cuáles fueron los procesos que hicieron posible que en nuestros días contemos con abundantes conjuntos de partituras desconocidas de compositores consagrados o bien de muchos que eran desconocidos hasta los inicios del siglo XX? ¿En qué medida el auge de los procesos de exhumación, adjudicación y catalogación de obras musicales que comenzaron a ser usuales en el siglo XX guarda relación con la práctica específica de la edición y no solo con una preocupación propia de la investigación académica? Y en todo caso, si es así, ¿cuáles son las especificidades de esas intervenciones editoriales que se llevaron a cabo sobre obras existentes pero desconocidas y que para sus concepciones no contaron con una de las funciones que definen la práctica editorial, es decir, la de la co-presencia —en su dimensión espiritual pero también en la material— de ambas figuras?
De exhumaciones y catalogaciones
A partir de bien entrada la segunda mitad del siglo XIX y hasta las primeras décadas del XX, se registra un proceso pocas veces visualizado como un todo y que está en el trasfondo de este trabajo. Se hace referencia aquí al trabajo llevado adelante con el fin de atribuir, ordenar, catalogar y también exhumar las obras de compositores, en su mayoría anteriores al 1800 o de las primeras décadas de ese siglo. Este proceso —algún musicólogo seguramente habrá sacado ya o lo hará en el futuro alguna conjetura en torno a la relación entre este proceso y la consolidación del saber y la profesión musicológica— puede resultar interesante si se lo mira, tal como se anunciara, ya, a la luz del proceso de consolidación de otra profesión: la del editor. En efecto, en el período mencionado varios musicólogos comenzaron a trabajar con la obra de hoy consagrados compositores o que poco se conocían por entonces o que se encontraban mayoritariamente dispersas o incluso se consideraban perdidas. Veamos a continuación algunos de los ejemplos más destacados, siempre de compositores pertenecientes a una etapa del desarrollo de la cultura occidental que bien podríamos indicar como pre-editoriales, es decir en los cuales se llevaron adelante estrategias editoriales sobre corpus de obras producidas sin la gestión e intermediación editorial —aquí denominada in progress—, sino más bien post-factum.
El primero y tal vez uno de los de mayor significación por tratarse de la obra de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791) fue el proceso de ordenamiento de su obra llevado adelante por Ludwig von Köchel, catálogo que publicado en 1862. De tal relevancia fue la tarea acometida que, hasta nuestros días, cada una de las obras del compositor austríaco se identifican con la KV (Köchel Werke, Catálogo de las obras de Köchel). Como se sabe por la amplia bibliografía disponible, Mozart no contó jamás con una figura que “cuidara” su producción y son nutridas las anécdotas que depositan en su esposa haber llevado adelante esa tarea frente —y por estrictas razones de supervivencia material de su familia—, a los “empleadores” de su esposo (príncipes y emperadores) o incluso con otros colegas que supieron del valor inconmensurable de las obras. A la muerte prematura de Mozart, su obra quedó dispersa; muchos manuscritos originales se dieron por perdidos o se desconocía su existencia y fue recién bien entrado el siglo XIX cuando se acometió la tarea de encarar su recuperación y ordenamiento sistemático. A los efectos de este trabajo, el relevamiento llevado adelante por Köchel resulta doblemente significativo. Por un lado, porque este abogado vienés agraciado por la monarquía compartía junto a la pasión por las obras de Mozart, la de la recolección de especies de muy variado tipo dedicándose en forma privada a la recolección de especímenes botánicos en el norte de África, la península ibérica, Gran Bretaña y Rusia, además de piezas de geología y mineralogía. Por el otro, porque el trabajo de ordenamiento de la obra de Mozart tuvo una consecuencia editorial de significativa magnitud para la historia de la música, pero también de la edición musical. En efecto, Köchel —un claro exponente del coleccionismo que predominó en el mundo de la cultura y de la ciencia de la segunda mitad del siglo XIX— financió parte de la primera publicación que entre 1877 y 1915 llevó adelante de la obra completa de Mozart, la casa editorial Breitkopf & Härtel.
Por su parte, la historia del ordenamiento de la obra de otro prolífico compositor del siglo XVIII, el italiano Domenico Scarlatti (1685-1757), resulta interesante en la medida en que tuvo dos momentos significativos. El primero de ellos, contemporáneo con el de Köchel, estuvo a cargo de Alessandro Longo (1864-1945), quien en 1910 reunió y publicó por primera vez todas las sonatas conocidas hasta entonces de su compatriota. Al quedar rápidamente obsoleto este emprendimiento, la nueva empresa fue llevada adelante Ralph Kirkpatrick, un musicólogo estadounidense que en 1953 publicó el catálogo de las 555 sonatas publicadas por Scarlatti, cada una de las cuales se ha identificado hasta nuestros días con la K de su apellido, aunque todavía hoy dado el volumen de sus composiciones y lo atomizados de sus lugares de archivo, se encuentra en discusión.
A sabiendas de la problemática relación que Franz Schubert tuvo con la edición de sus obras —algo de lo que será también protagonista Beethoven sobre todo en sus primeras composiciones— recayó en el musicólogo y bibliotecario Otto Erich Deustch el trabajo de ordenamiento de la totalidad de las creaciones del compositor de la Sinfonía Inconclusa. El mismo fue publicado en 1951 e impuso de allí en más la identificación de cada número con la letra D. Al igual que Beethoven, podría decirse que la trayectoria de Schubert es indicativa de una situación de transición que se va produciendo entre el editor puramente impresor y comercializador de las obras y el nuevo editor profesional, que sumará a aquellos, otros roles más de carácter intelectual, producto de la mayor cercanía y acompañamiento del autor en su proceso creativo. Ya avanzado el siglo XIX es esta última modalidad la que será preponderante, por ejemplo, en los casos de Brahms en Alemania o de Verdi en Italia con sus respectivos editores.
Pero uno de los casos más interesantes de estas verdaderas “prácticas coleccionistas” —por estar teñido de datos de color, pero sobre todo porque su trabajo implicó un verdadero redescubrimiento— es el de Antonio Vivaldi (1678-1741). Buena parte de la obra del compositor barroco estuvo perdida y atomizada y su nombre prácticamente había caído en el olvido, siendo su “nueva fama” relativamente reciente y meteorítica. Tal como afirma uno de los más sólidos biógrafos del “prete rosso”: “Vivaldi es uno de los escasísimos compositores importantes a los cuales la noción de redescubrimiento se aplica en el más literal de los sentidos” (Talbot, 1999, p.17).
Este proceso tuvo varios hitos significativos. El primero estuvo a cargo del musicólogo argelino formado en Paris Marc Pincherle, quien a partir de una atribución popularizada pero errónea de un concierto de Vivaldi, decidió comenzó a dedicarse a estudiar la vida y la obra del músico veneciano con su tesis doctoral de 1913 para luego continuar explorando la música barroca en general. Pero mientras, en la larga y zigzagueante historia del redescubrimiento se produce un hecho que por sus características dio lugar a algunos trabajos que muchas veces hacen dudar acerca del límite entre la ficción y la realidad, una duda a su vez potenciada por lo poco que se supo y todavía se sabe de la vida de Vivaldi. Se hace referencia aquí al hallazgo en tiempos de Mussolini de dos segmentos de sus obras: uno estaba en manos de los frailes salesianos de Turín que pusieron a la venta un lote; un destacado musicólogo confirmó que entre los 97, 14 volúmenes eran obras desconocidas de Vivaldi y sugirió su compra por parte de la Biblioteca Nacional de Turín, cosa que ocurrió con el aporte de un banquero. Poco tiempo después, el mismo musicólogo investigó y confirmó que otra parte de la gran biblioteca original de obras se hallaba en manos del marqués Durazzo y desde ese momento comenzó una campaña para lograr que el noble se desprenda de los mismos, cosa que ocurrió finalmente, y de nuevo a instancias de empresarios, en 1930. Los descubrimientos y peripecias de Turín marcaron el inicio de un irrefrenable proceso de estudios en torno a la obra de Vivaldi que terminaron con el redescubrimiento arriba referido.
Luego del paréntesis impuesto por la guerra, Pincherle logró publicar el catálogo de las obras conocidas hasta ese momento. Una vez más en su obra, Talbot afirma: “…obra espléndidamente escrita, de formidable erudición, cuya gestación (si se descuentan unos cuantos artículos que aparecieron durante su elaboración) se prolongó a lo largo de unos cuarenta años”. (Ibidem, p. 25).
Luego de todas estas peripecias, la indagación del corpus vivaldiano y su consecuente redescubrimiento llevaron al musicólogo danés Ryon en 1974 a publicar el hasta ahora más consolidado ordenamiento de la obra del autor de Las cuatro estaciones. Tal como ocurrió con Köchel para las de Mozart, las piezas de Vivaldi pasaron a identificarse con RV. De allí en más y dada la gran cantidad de obras que salieron a la luz, se dispararon los registros fonográficos de trozos de Vivaldi dando lugar a un verdadero redescubrimiento con repercusiones masivas.
Entre un original perdido y un catálogo razonado: devenires del editor moderno en el mundo de la edición musical
La revisión de algunos de los procesos de catalogación del corpus de obras musicales de compositores anteriores al siglo XIX —vistos en su conjunto, con el estricto orden cronológico y las diversas etapas— permite profundizar algunos de los interrogantes que guían este trabajo y conjeturar algunas posibles conclusiones en torno, en definitiva, a la preocupación fundamental de estas páginas. Se está haciendo referencia al modo en que las primeras décadas del siglo XIX marcan, también en la edición musical, un antes y un después en torno a la presencia, producto de su consolidación como figura profesional autónoma, del llamado editor moderno. Aquel recorrido llevado adelante en torno al modo en que fueron abordados corpus musicales en su mayor parte producidos ante la ausencia de una figura de intermediación (el editor), sufrió un proceso de “descuido” y atomización que impuso de la mano de un tiempo nuevo, moderno y profesionalizado, un conjunto de estrategias editoriales muy diferentes a las que habitualmente se ponen en juego como resultado de la co-presencia del editor durante el proceso creativo llevado adelante por los compositores. La relación autor-editor asumió una forma clara y mucho más profesional a partir de mediados del siglo XIX y es en esa co-presencia creativa que puede hablarse de una estrategia editorial in-progress. Distintas han parecido ser todas las prácticas llevadas adelante sobre corpus musicales concebidos en etapas anteriores, las que podrían sintetizarse bajo la categoría de post-factum. Resulta evidente entonces que los procesos de profesionalización a partir de comienzos de 1800 resultan claves para subrayar aquella distinción. Esta dimensión profesional del trabajo del editor fue vista no solo por los historiadores del libro y la edición sino por quienes se han dedicado a explorar el desarrollo histórico de la ciencia y los saberes. Raj y Sibum, por ejemplo, lo hicieron en el marco de un ensayo panorámico de estas cuestiones en tal vez la más monumental obra colectiva dedicada a estas cuestiones: la Histoire des Sciences e des Savoir,bajo la dirección de Dominique Pestre. Allí, los autores mencionados describen así el lugar de la profesionalización disciplinar en el lapso comprendido entre la Guerra de los Siete años y la Gran Guerra —el período aquí considerado bisagra para comprender el quiebre en la historia de la edición musical—:
“[…] el nacimiento del mundo moderno y con él el surgimiento de la historia y la ciencia como prácticas profesionales y académicas se produjo precisamente durante el período comprendido entre el último tercio del siglo XVIII y el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914. Fue durante lo que podemos llamar este larguísimo siglo XIX cuando ambos se atribuyeron la responsabilidad de su autonomía como campos disciplinarios, con sus propios sujetos y reglas, y ya no como ramas de la religión, la literatura, la filosofía o el derecho” (Pestre, 2015, p. 6, traducción de Pablo de Souza).
Pero más allá de la inscripción de estas empresas intelectuales de catalogación en relación con el proceso de emergencia y consolidación de la figura del editor moderno y el modo en que esta cuajó en la producción musical, resulta interesante articularlos con otro fenómeno sociocultural propio del período y sobre el que también podría postularse una plena articulación con la perspectiva y abordajes propiamente editoriales. En efecto, estas preocupaciones catalogadoras —recordemos que el catálogo y su estructuración en colecciones es herramienta y a la vez carta de identidad de todo emprendimiento editorial— coinciden con el lugar que, en el tránsito entre el siglo XIX y el XX, comienza a tener el coleccionismo como expresión y espíritu de una época. Se sabe que, al interior de los más variados campos de conocimiento, la emergencia en este período de los museos, los archivos, la sistematización de colecciones de objetos y las propias exposiciones universales estuvieron a la orden del día en el marco de un irrefrenable proceso de globalización. Más entrado el siglo XX y en particular luego de la Segunda Guerra Mundial —cuando tal vez la desolación de la destrucción y la pérdida del patrimonio impusieron una pasión restauradora y patrimonialista—, la práctica de la edición siguió consolidándose. De la mano del despliegue de las competencias propias de la figura, comenzó a consolidarse también en su faz organizacional e hizo posible de allí en más la expansión de las empresas editoriales montadas a partir de cada vez más sólidos catálogos estructurados en torno a colecciones y series concebidas cada vez con más altos estándares profesionalizantes. Muchas de las preocupaciones que el gran escritor y editor italiano Italo Calvino dejó plasmadas en varias de sus creaciones ficcionales posteriores a la Guerra tuvieron un correlato con aquella pasión por construir corpus sistematizados con criterios sólidos y claramente explicitados. De ello da cuenta su larga trayectoria como una de las figuras más emblemáticas de la cultura literaria italiana del “doppoguerra” desde su escritorio de la editorial Einaudi. La preocupación por inscribir todo nuevo libro cuya publicación evaluaba como viable en el marco de colecciones o series quedó reflejada en ejemplos tales como la famosa “Centopagine”,[1] o en la propia antología que llevó adelante bajo estrictos y fundamentados criterios del cuento fantástico del siglo XIX.[2] Un sagaz analista de su obra ha afirmado respecto de la propensión coleccionista de Calvino:
“Una curiosidad de coleccionista, un enciclopedismo de cultor de los gabinetes de las maravillas, una atención de investigador y clasificador de lo extraño y lo diverso suelen guiar sus exploraciones que terminan por revelar, sobre el duro manto del racionalismo de Calvino, un alma fantástica que encaja perfectamente con el metódico, el constante, el taxonómico movimiento del ojo que observa” (Belpoliti, 2006, p. 233; mi traducción).
Su serie de ensayos Colección de arena parece postularse como la quintaescencia de esta impronta. En el ensayo que le da nombre a la compilación y analizando críticamente una exposición a la que asiste y que consiste en una colección de botellas y frascos de arena en París afirma que “la fascinación de una colección reside en lo que revela y en lo que oculta del impulso secreto que la ha motivado” (Calvino, 1987, p. 13). Pero, ¿de qué más nos hablan las colecciones? Quien en un verdadero “gesto filosófico” (Rabinovich, 2007) dio más clara cuenta de ese espíritu propenso al coleccionismo fue sin lugar a duda y también por aquellos mismos tiempos, Walter Benjamin. Reivindicando el coleccionar como práctica pero también como espíritu y disponibilidad existencial y, aún más, como modo de resolver las cuestiones con el pasado, hay varios textos en los que Benjamin ahonda en esta cuestión. En su difundido artículo “Desembalando mi biblioteca”, por ejemplo, es explícito en el sentido de que lo que le importa “… es la relación de un coleccionista con el conjunto de sus objetos: lo que puede ser la actividad de coleccionar, más que la colección misma” (Benjamin, 2022, p. 118). Frente al desorden de una biblioteca (en definitiva, de cualquier universo), el “remedio es el rigor de su catálogo”, afirmando que “…el destino esencial de cada ejemplar se realiza solo cuando le encuentra a él y a su propia colección”. Asimismo, en su ensayo “Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs” vuelve con esta argumentación que ilumina más el todo o, más precisamente, en la que el objeto adquiere su verdadera luz en la medida en que encuentra su marco.
Conclusión
Post-factum o in-progress, en definitiva, una revisión de su devenir histórico —sea en el universo de la literaria como en el de la musical— desde su surgimiento y hasta nuestros días, la edición como práctica cultural no ha podido escapar a aquella pulsión que le impuso la lógica y el espíritu del coleccionismo. ¿Será acaso que la imposibilidad de asir el universo de lo cognoscible permite parangonar la práctica editorial con la utopía? Porque con Perec (Perec, 2007, p. 163), “detrás de cada utopía hay siempre un gran diseño taxonómico: un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar”. En todo caso, en su versión in-progress, la edición marca la infinitud a la que están abiertos los procesos productivos cuando está en curso la tarea de los creadores. En su versión post-factum, de modo análogo, siempre quedará la duda de si cada descubrimiento o cada incorporación de una nueva obra al universo taxonomizado da cuenta de haberse alcanzado efectivamente la totalidad de ese universo. En todo caso y afortunadamente, será así hasta que un manuscrito desconocido haga su aparición y la rueda de la taxonomización la incorpore a su corpus correspondiente. Sea como sea, la edición —una vez más, sea in-progress o post-factum y tal como la definió Wilde— seguirá exhibiendo su indispensable vigencia.
Bibliografía
Barros, Diego F. (2017). “El orden de las partituras: la edición musical desde una perspectiva sociocultural”. En https://razoneseditoriales.blogspot.com/2017/07/el-orden-de-las-partituras-la-edicion.html?q=edici%C3%B3n+musical
Barros, Diego F. (2017). “Formatos de la relación autor/editor: el caso de Verdi y Ricordi en la edición musical”. En https://razoneseditoriales.blogspot.com/2017/02/formatos-de-la-relacion-autoreditor-el.html
Barros, Diego F. (2020) “Una conversación editada. Figuras de la edición en los primeros cuartetos de cuerdas de Ludwig van Beethoven”. En https://dialektika.org/2020/06/02/una-conversacion-editada-figuras-de-la-edicion-en-los-primeros-cuartetos-de-cuerdas-de-ludwig-van-beethoven/
Barros, Diego F. (2022). “Edición y familia. La Casa Ricordi y la emergencia y consolidación del editor moderno”. En https://dialektika.org/2022/12/27/edicion-y-familia-la-casa-ricordi-y-la-emergencia-y-consolidacion-del-editor-moderno/#google_vignette
Barros, Diego F. (2023). “La edición operística y el ‘espíritu del capitalismo’. El caso de Cavalleria Rusticana de Pietro Mascagni y la puja de las Casas Ricordi y Sonzogno”. En https://dialektika.org/2023/06/29/la-edicion-operistica-y-el-espiritu-del-capitalismo/
Belpoliti, Marco (2006). L’occhio di Calvino. Torino: Piccola Biblioteca Einaudi.
Benjamin, Walter (2022). El coleccionismo. Buenos Aires: Ediciones Godot.
Bhaskar, Michael (2014). La máquina de contenido. Hacia una teoría de la edición desde la imprenta hasta la red digital. México: Fondo de Cultura Económica.
Calvino, Italo (1987). Colección de arena. Madrid: Alianza Tres.
Chartier, Roger (1999). Cultura escrita, literatura e historia. Conversaciones con Roger Chartier. México: Fondo de Cultura Económica.
Habermas, Jürgen (1994). Historia y crítica de la opinión pública. Madrid: GG Massmedia.
Perec, George (2007). Pensar/Clasificar. Buenos Aires: Gedisa.
Rabinovich, Silvana (2007). “Walter Benjamin: el coleccionismo como gesto filosófico”. Acta Poética 28 (1-2). Primavera-Otoño 2007.
Raj, Kapil y Sibum, H. Otto (2015). “Globalización, ciencia y modernidad. De la Guerra de los Siete Años a la Gran Guerra” en Pestre, Dominique (sous la diréction de). Histoire des sciences et des savoir. 2. Modenité et globalisation.
Sardelli, Federico Maria (2017).El caso Vivaldi. Madrid: Turner Música.
Talbot, Michael (1999). Vivaldi. Madrid: Alianza Música.
[1] “Una nueva colección: “Centopagine” de Einaudi” en Calvino, Italo (2006). Mundo escrito y mundo no escrito. Madrid. Siruela.
[2] “Introducción” en Calvino, Italo (1995). Cuentos fantásticos del siglo XIX (2 vols.). Madrid. Siruela.
